Joel 2:25
Desde que Dios colocó a la primera pareja en el huerto del Edén, comenzó una guerra contra ellos. Aunque el Señor ha decidido bendecirnos, hay momentos en los que la iglesia ha atravesado decadencia, dolor y angustia. No porque Dios disfrute nuestro mal, sino porque nosotros mismos provocamos esas situaciones. A Dios le duele como a un padre que disciplina a su hijo. Cuando Él retira un privilegio, lo hace con el propósito de enseñarnos a valorar lo que el mundo ofrece y lo que Él nos da.
Solo después de pasar por ese proceso de disciplina volvemos a disfrutar de las bendiciones de Dios. La tierra que el Señor le dio a Su pueblo era una tierra fructífera, que producía los mejores frutos y lo mejor de cada temporada. Sin embargo, el pueblo prefería la esclavitud, conformándose con las cosas mediocres. Aguantaban insultos con tal de obtener los melones, los pescados y los pepinos de Egipto, porque ya estaban habituados.
Así sucede hoy: muchas personas se conforman con tener comida, bienes y vestido, aunque sean esclavas espirituales. Dicen sentirse bien así, y no quieren venir a la luz.
El pueblo de Dios enfrentó hambrunas tan severas que las mujeres llegaron a comerse a sus propios hijos. No había alimentos; incluso compraban estiércol de paloma y restos de animales. Todo esto fue provocado por su propia desobediencia, igual que el hijo pródigo que prefería estar con los cerdos en lugar de disfrutar la abundancia de pan en la casa de su padre.
En la casa de Dios hay abundancia. Dios nos ha bendecido y no tenemos por qué mendigar las cosas del mundo. Venga siempre a la casa del Padre, porque aquí disfrutará siempre de buen alimento.
Joel describe una devastación ocurrida en su tiempo. Según (Joel 1:1-4), cuatro plagas consecutivas destruyeron completamente las cosechas. Quizá los agricultores habían hecho planes con esas cosechas, sin imaginar que algo devastador vendría. Así también ocurre en nuestra vida: planeamos en nuestras fuerzas, sin consultar a Dios ni tomarlo en cuenta, y de repente algo destruye nuestros planes.
En un abrir y cerrar de ojos, los cultivos amanecieron arrasados. Dios, a veces, permite al enemigo tocar ciertas áreas de nuestra vida. En el caso de Job, Dios permitió que el enemigo tocara sus bienes (Job 1:12). A Pedro, Jesús le dijo: «Satanás me ha pedido para zarandearte como a trigo» (Lucas 22:31). Aun el enemigo necesita permiso para tocar a los hijos de Dios. Si algo llega a nuestra vida permitido por Dios, Él estará con nosotros porque algo quiere enseñarnos.
Joel amonesta al pueblo, y lo primero que les menciona es que perdieron la alegría (Joel 1:5). Los bebedores gemían porque no tenían aquello que alegraba su corazón, esa «anestesia» para los tiempos difíciles. En (Joel 1:6-12) se describe cómo todo lo demás también se había acabado: el aceite, los insumos para las ofrendas, todo. Estaban en completa angustia, tristeza y agonía. No había fuerza para sonreír, no había celebraciones en familia, y aunque tuvieran dinero, no había qué comprar.
Hay cosas que no se pueden comprar con dinero. Imagínese si Dios dejara de hacer llover por tres años, o si el sol no saliera durante varios días. Ya nos desesperamos con solo siete días sin sol. El aire que respiramos no proviene de ninguna refinería; es un regalo de Dios.
Gracias a Dios, no carecemos de nada: tenemos alimento, vestido y casa. Pero hay algo urgente que necesitamos: recursos espirituales. El enemigo viene a devastar nuestros campos, a robarnos las bendiciones de Dios (Juan 10:10). Su propósito es mantenernos tropezando en el mismo lugar.
Cuando hay una enfermedad grave y no se detecta a tiempo, los síntomas aparecen en el semblante y el cuerpo de la persona. Lo mismo ocurre espiritualmente. Quizá usted era alguien que disfrutaba congregarse y adorar a Dios, pero de repente perdió esa chispa que lo hacía movilizarse.
El profeta Joel exhortó al pueblo a clamar a Dios (Joel 1:13-14). Les pidió que ayunaran, oraran y gimieran al Señor. Hoy estamos en un tiempo de restitución (Joel 2:25). Dios promete devolvernos las bendiciones perdidas, pero pide que rasguemos nuestro corazón en arrepentimiento sincero, no solo nuestras vestiduras en un acto externo.
No deje que el diablo le robe el gozo, que no depende de las circunstancias, sino de lo que Dios pone en su corazón. ¿Qué plaga vino a su vida? ¿Qué comió el saltón, el revoltón o la oruga? (Joel 2:25). Lo primero que debemos hacer al entrar a la casa de Dios es postrarnos ante Su presencia.
El Señor promete restituir lo perdido. David decía: «Yo me alegré con los que me decían: A la casa de Jehová iremos» (Salmos 122:1). Necesitamos recuperar ese gozo y ser llenos de aceite fresco. ¿Cómo está hoy su vaso? ¿Qué necesita que Dios le restituya? ¿Cómo está su gozo, su paz, su amor y su humildad?
No camine encorvado como aquella mujer en el templo, hasta que Jesús la tocó y le restituyó su salud (Lucas 13:11-13). O como la mujer del flujo de sangre, quien sufrió hasta que Jesús la sanó (Marcos 5:25-34). Dios le restituyó a Job el doble de lo que había perdido (Job 42:10-12).
Cristo vino para darnos vida en abundancia (Juan 10:10). Alégrense por lo que Dios les ha dado. Él restituirá lo que fue robado. Vienen tiempos de bendición. El año de la buena voluntad de Dios se acerca. ¡Saltemos de júbilo porque Él está restituyendo lo perdido!
Un día estaremos en un lugar donde no habrá llanto, tristeza ni dolor (Apocalipsis 21:4).